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Marcela y Álvaro | Canadá

La vida de la mujer en culturas como la nuestra está siempre orientada al ineludible futuro de la maternidad. En nuestras familias el tener hijos no es una cuestión de posibilidades ni mucho menos algo que se ponga en duda; de hecho se nos educa siempre para ser buenas madres y elegir no sólo el momento adecuado sino el compañero más apropiado para ello.

Nuestra cultura antioqueña en general nos educa a crecer pensando que lo que se quiere se alcanza, siempre y cuando se luche por ello. No es de extrañar entonces que una pareja joven, con una vida académica exitosa, un matrimonio feliz y una vida profesional promisoria parezcan ser la confirmación de una vida ‘bien vivida’.

Es tal vez por eso que tan pronto se contrae matrimonio surge la eterna e infaltable pregunta: ¿Y para cuándo piensan encargar? En nuestro caso, como vivimos fuera del país la infaltable pregunta siempre se concentraba y multiplicaba en nuestros esporádicos viajes al país, al inicio de nuestra vida matrimonial la respuesta era honesta y siempre la misma: “queremos esperar unos cuantos años”.

Los años pasaron y en cada viaje a Medellín había siempre unos cuantos amigos o familiares que acababan de tener bebés e intentaban convencernos de que era nuestro turno. En cada viaje la eterna pregunta se repetía cada pero después de unos años más,  venía con menos intensidad. Es como si a medida que pasan los años los amigos y la familia se dieran por vencidos o comenzaran a sospechar que no era una pregunta apropiada.

Otro año más pasó y en ese momento que decidimos que era el momento adecuado, comenzamos la preparación e incluso tratamos de calcular el tiempo para que el embarazo no coincidiera con vacaciones o momentos específicos.

Los primeros seis meses estuvimos tranquilos y pensamos que era solo una cuestión de tiempo, y de esperar que el cuerpo volviera a su estado natural después de cinco años largos años de contracepción. A los pocos meses llegó un primer retraso y la primera ilusión que se desvaneció pocos días después, seguimos intentando y sin darnos casi cuenta se cumplió un año de que iniciáramos nuestro proyecto.

Al año de intentos fallidos consultamos con especialistas en el país en que residimos, todas las respuestas fueron las mismas: “es muy rápido para consultar, les sugerimos que se relajen”. Pasaron los meses y a los seis meses de nuestra consulta inicial, nuestro especialista en reproducción accedió sin mucha convicción a iniciarnos en los primeros tratamientos de infertilidad.

Con el inicio de los primeros medicamentos la ilusión y la ansiedad crecían cada mes y la llegada del periodo se convirtió en un momento odiado y temido por ambos. Era como enfrentar una derrota constante y verse obligado mes a mes a reiniciar de un proyecto nuevo sin siquiera alcanzar a hacerle el duelo a la derrota del mes anterior.

Después de varios meses de medicamentos sin ningún éxito decidimos tomarnos una pausa e irnos de vacaciones. La idea era re-oxigenarnos y regresar con la energía recargada para comenzar la segunda etapa de los tratamientos, es decir las inseminaciones intrauterinas.

Ese corto periodo de descanso nos sirvió mucho como pareja y reavivó de cierta manera la pasión de la vida de pareja  que se había visto afectada por nuestros planes de concepción. Y es que frente a la infertilidad la sexualidad se convierte en una especie de ritual biológico y la espontaneidad se vuelve cosa del pasado y se el romance se disuelve en la rigidez del ‘deber’. Eso es una de las cosas más tristes y a la vez más difíciles de manejar como pareja.

Una vez regresamos a nuestro país de residencia, el duro regreso a la realidad no se hizo esperar: es que el mundo continúa y la gente sigue viviendo, la pausa fue sólo para nosotros y nuestro problema. Fue así como al regreso nos esperaba la noticia de un nuevo sobrino en la familia.

Se trataba de un nuevo bebé que llegaba no sólo en condiciones poco deseable sino después de poco tiempo de búsqueda. Este fue otro golpe duro para nosotros, uno comienza de inmediato a desfallecer en su fe y a preguntarse a qué obedece la falta de ‘justicia’.

Uno se pregunta constantemente: ¿qué estoy haciendo mal?, ¿qué me falta por intentar?, ¿será que no nos hemos relajado lo suficiente?, ¿cuándo será mi turno? o simplemente el fatal: ¿será que esto no es para mí?

Hoy, después de varios años de lucha y con la ilusión de nuestra bebé que llega en pocos meses gracias a un in-vitro; podemos mirar hacia atrás con una nueva actitud y reevaluar nuestro proceso de manera más objetiva y desapasionada.

Para nosotros lo más valioso de esta dolorosa experiencia ha sido el fortalecimiento de nuestra relación de pareja y el crecimiento espiritual como individuos. El vivir una lucha infructuosa en pareja puede convertirse en una prueba difícil para un joven matrimonio y el deseo de crear una ‘nuevo ser’ juntos puede convertirse en una peligrosa obsesión y una cuestión de ego personal que puede llegar a lastimar la armonía familiar.

Nuestro consejo para aquellas parejas que afrontan esta dolorosa realidad es que no olviden una premisa básica: trabajen y fortalezcan la relación de pareja para evitar que el estrés y la angustia que produce la infertilidad resquebrajen los cimientos de la relación.

En medio de ese torbellino de emociones es fácil olvidar que en principio la idea es dejar que el amor florezca y tener un nuevo ser que sea testimonio de ese amor.

Mirando de manera retrospectiva, algo que nos hubiera ayudado muchísimo era haber descubierto tempranamente que, contrario a lo que creíamos, no éramos los únicos enfrentando este problema. Encontrar una red emocional de apoyo fue el punto determinante en nuestro proceso de fortalecimiento emocional.

En mi caso fue una página de Internet la clave que me permitió encontrar una comunidad de mujeres enfrentando mi mismo problema. Igualmente tuve la buena fortuna de encontrar por azar a dos colegas de trabajo que atravesaban por mi misma situación. Fue así como juntas y sin proponérnoslo formamos una especie de grupo de apoyo que transformó nuestra relación de colegas en una buena amistad y un importante elemento de soporte moral y emocional.

En nuestra experiencia, para los hombres la situación es un poco más complicada y solitaria pues son hasta cierto punto espectadores del proceso.

Como tradicionalmente sus emociones e inquietudes se procesan de manera muy privada y personal, y sabiendo que rara vez tienden a confiar este tipo de problemas a terceros, surge la importancia de compartir con la pareja y buscar puntos comunes de apoyo. Por eso descubrimos que investigar, informarse, leer y documentarse al máximo sobre el tema son formas productivas de sobrellevar el problema y contrarrestar las posibilidades de un efecto nocivo en la relación.

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